26 julio, 2010

desde que acabó el campamento el año pasado, deseé que volvieras

Como mucho sabréis ya, he vuelto de los campamentos, un mes muy corto y muy bonito el que he podido volver a vivir.

Sería difícil para mí poner la infinidad de anécdotas vividas en estos últimos tiempos, entre otros motivos y como ya os he comentado a algunos vía correo, me quedaría sin el inmenso placer de repetirlas una y otra vez de modo particular cuando os vaya viendo a la inmensa mayoría. No por el hecho de caer en la repetición incluso en el aburrimiento de la reiteración de las mismas historias, si no por el indescriptible placer de rememorarlas una y otra vez cada vez que las relate. Me permito esta licencia por puro placer personal.

Pero me gustaría dejar parte de la experiencia vivida, es una forma de expiación personal, ya que me bombardean diariamente recuerdos que no hacen otra cosa que recordarme que son, eso, recuerdos, los puntos que he llevado durante todo un campamento, el farfán, el disfraz de hawaiano, las noches sin casi dormir, las gominolas, los besos de buenas noches, las lágrimas.., ya son solo recuerdos. Contar parte de ellos espero me ayude para superar esta rara sensación de tristeza y felicidad que me deja en un estado de semi-estupidez permanente, más aún de la habitual, me refiero.

Estábamos los monitores y el coordinador del segundo campamento, reunidos la última noche, una vez habíamos acostado a las fieras. Para los que desconozcan los rituales, suelen ser reuniones distendidas que a diario sirven para hablar sobre las actividades acontecidas y para la preparación de las del siguiente día. La última noche sirve, entre otras cosas, para la evaluación del campamento en general, un poco de autoanálisis personal y para la aprobación de los monitores en prácticas. Mientras pertrechábamos una serie de pruebas graciosas y originales a la monitora en prácticas del mismo, a modo de novatadillas como la ingesta de un sobao gigante sin la ayuda de sus manos y siendo su bebida el vinagre de un bote de encurtidos, Eduardo, coordinador del campamento, un tipo entrañable y digno de conocer, hizo una breve reflexión de la cual me ha quedado un grato recuerdo.

He coincidido en todos mis campamentos, tanto en los recientes como en los que realicé hace años con Eduardo, sin embargo nunca había oído lo que comentó ese día. Nos contó que hacía muchos años, no recuerdo si cuando le impartieron el curso de monitores a él o en uno de sus primero campamentos, una persona le dijo que siendo monitores nos habíamos ganado el cielo, pero que si el cielo no existiera, estábamos haciendo el gilipollas.

Me gustó la frase en el mismo momento que la escuché y de hecho, estaba de acuerdo con ella. Para el que no esté muy familiarizado con el tema campamentil, diré que es una experiencia única en lo personal, siempre y cuando sea de propia vocación, incluso devoción, ya que estamos ante una de esas cosas en la vida que o es muy de veras lo que quieres hacer o acabas devorado por la misma. Son muchos días de actividad constante, de falta de sueño, de 100% de exigencia continua, de responsabilidad y preocupación, de transmitir alegría en todo aquello que haces, de aguantar y soportar miles de mini problemas de peques, no te permite bajones, no te permite descanso, es duro, a veces muy duro, por lo que o vales o sufres, o lo disfrutas o lo odias. La primera vez que regresé hace ya casi 7 años de mi primer campamento estuve durmiendo casi 21 horas, sirva de ejemplo, aunque el desgaste mayor es el anímico, quien lo vivió lo sabrá, el que nunca lo haya vivido será difícil que se ponga en mi piel y es posible que me tache de tremendista, animo a los que piensen así que lo reflexionen, a ver si ellos alguna vez en presencia de algún infante, no han acabado cansados al cabo de cuidarlos durante unas horas. Ahora multiplica eso por todo el día, por 12 días y por 70 niños, igual os podéis hacer una idea.

La frase de que nos habíamos ganado el cielo y si no estábamos haciendo el gilipollas, me ha estado dando vueltas en la cabeza, ya que aunque estaba de acuerdo, no acababa de convencerme del todo. Esto de tener tiempo para pensar a veces es así de malo.

Pero tirando de memoria reciente encontré aquello que buscaba, un hecho que hacía que matizara la frase y que por fin hiciera que me cuadrara. Contextualizaré un poco el hecho.

A pesar de mi imagen de guiri en Mallorca o de mi físico contundente, los que de verdad me conocéis sois conscientes de mi sensiblería crónica, de la cual a veces he renegado y que después de mucho tiempo no sólo acepto si no que pregono y de la cual me siento más que orgulloso. Pues esta facultad me permite recordar con lujo de detalles, momentos vividos en compañía de estos seres pequeñitos, porque suelen ser proclives a las mismas. A ciertas personas las conté en su momento una anécdota que durante años me marcó y que de hecho no estoy del todo seguro no haberla publicado, sea como fuere, la pondré a continuación.

Hace ya 6 años creo, en mi último campamento previo a mi etapa laboral, una tarde me sucedió lo siguiente. Era ya uno de los últimos días de campamento, con lo que ello conlleva, un cansancio brutal y una conexión afectiva muy grande con los enanos. Volvíamos de un día en la playa de Laredo y lo hacíamos en un barco turístico que nos llevaba durante hora y media por la bahía de Laredo y Santoña, era uno de los poco momentos de relax que tenía, todos los peques a su bola por el barco y los monitores sentados agradeciendo ese pequeño descanso y esa brisa de atardecer en la cara, casi poético. En uno de esos momentos que estás como absorto, ajeno al mundo, pensando en mil cosas alejadas todas de allí, de repente esa candidez se vio turbada por el llanto de una peque, se llamaba Elisa y era una de esas que te elige el primer día como monitor referencia y está todo el campamento anexionada a ti como una lapa, como si fueras un monitor, un padre, un amigo, un todo en la misma persona. Corría hacia mí con lágrimas en los ojos y se me agarró sin poder controlar el llanto. Yo la pregunté que qué la ocurría, ella me contestó que estaba en la proa del barco y que el viento la había volado su gorra, que la habían regalado sus padres y su hermana antes de venir al campamento. No podía controlar el llanto, consciente de que no podría recuperar ese regalo que para ella era algo de lo cual no podía separarse, ya que era una responsabilidad más que un mero presente. En ese momento se me ocurrió regalarla mi gorra, se la puse en la cabeza y la dije: “Elisa, ahora esta gorra es tuya y será como la que te regalaron tus padres, no pasa nada, pero esta no debes perderla”. Levantó su cara de mi hombro y mirándome me dijo: “Vale” y volvió a recostarse en mi como un koala asido a su rama del árbol, dejó de llorar pero seguía sollozando, al lado mío tenía a dos parejas que me miraban con una medio sonrisa cómplice de qué bonita y entrañable escena estaban viendo.

Los siguientes 20 minutos Elisa permaneció agarrada a mí, era curioso como el estúpido gesto de regalarla mi gorra, simplemente con el afán de poder cortar el llanto de una enana, cosa no muy fácil muchas veces, para ella se había convertido en un gesto mayor. Recuerdo como si fuera ayer, que esos 20 minutos no dejó de apretarme, de asirse con fuerza, no hubo ningún momento en el cual simplemente permaneciera abrazada, no, estuvo constantemente en presión, prometo que lo recuerdo como si fuera ayer. Dije una vez que a mis 22 años por entonces, creo recordar, nunca había sentido tanto amor como el de aquel día, tan puro, tan noble, tan protégeme y me siento protegido, hoy es el día que posiblemente no haya tenido tal muestra de amor o no la he sentido con tanta intensidad como aquella, los adultos asociamos los recuerdos amorosos intensos a los dolorosos, aquel fue diferente.

Ya han pasado muchos años de aquello y está claro que no soy el mismo, ni parecido, pero estos pequeños seres siguen sorprendiéndome. El año pasado cuando acabé el campamento el día de llegada a Valladolid, me ocurrió también una anécdota curiosa, a la llegada suele pasar que todos los chic@s suelen romper a llorar, cosa normal en adolescentes que han vivido unos días de mucha intensidad tanto física como emocional, hasta aquí nada fuera de lo normal. Pero el que escribe, ese día se derrumbó como sólo lo ha hecho otra vez en su vida y en esa ocasión solo hubo una persona de espectador, de juez y parte de ese derrumbe. Nunca he sabido por qué me ocurrió aquel día, ya que igual que soy una persona propensa a la lágrima, tengo una cualidad que es la de controlar estos gestos en público, soy un llorón casero o en la intimidad, valdría para Borbón. Ese día se me juntaron muchos factores, que algún día igual cuento, pero que no es el momento, lo que ocurrió es que durante 45 minutos no pude reprimir el llanto ni un solo momento, hasta el momento en el cual me abracé a un amigo mucho más grande que yo y que hizo de monitor conmigo, no pude dejar de llorar, ya se habían ido todos los niños con sus padres y allí estaba yo, destrozándome los lacrimales, fue bonito para el que lo viera pero durillo para mí.

Por mor de este hecho este año iba con la sana intención de no repetir tal gesto, días atrás del último ya estaba convenciéndome de que este año, no debía volver a pasar, aguantaría la emoción inevitable que me dan las despedidas. Odio las despedidas, no las soporto y siempre las evito, sólo las permito en campamentos, pero con amigos o familia, puedo llegar a ser desagradable, porque ni sé ni quiero despedirme nunca.

Como decía tenía ya la plena convicción de que no se repetirían las lágrimas y que me comportaría como un “hombre”. Pero quizá la mejor virtud de los chicos de 12 a 15 años es que son imprevisibles y una vez más me sorprendieron.

Era la última noche y realizamos una fiesta final, con su música, sus bailes, sus refrescos, sus patatas y demás, ambiente propicio para fotos de recuerdo, bailes en grupo y lotes de novietes de campamentos. Los monitores en esa actividad somos meros convidados de piedra, somos el dj, el camarero, el fotógrafo… pero a diferencia de las demás actividades no somos protagonistas. En un momento de la misma ya casi llegando al final, un grupo de 15 chicas del cual era yo monitor junto a la monitora en prácticas del sobao gigante, hicieron parar la música y nos regalaron a ambos un obsequio, para el cual cada una había aportado su granito de arena económico. Escrito y leído no se puede transmitir la transcendencia del hecho, pero fue precioso, tuvimos que ir dando besos una por una a todas las peques y aunque emocionado contenía, no sin esfuerzo, las lágrimas, como cumplimiento a mi autopromesa. Me fui a dar una vuelta para poder emocionarme un poco a gusto.

Cuando acabó la fiesta, había comprado unos detallines para mis enanas amén de unas gominolas que son el regalo que más valoran y las estuve repartiendo. Me faltaba una chica que ya había tenido el año pasado en el campamento y la encontré en el camino a los baños, la di su regalito y ella me dijo una de esas frases espontáneas y sinceras que son muy difíciles de olvidar: “Desde que acabó el campamento del año pasado, deseé que volvieras…gracias por volver”, la mandé con prisas a la tienda, con el pretexto de que tenía que estar ya acostada, pero esa frase me descuadró y me emocionó, lo hice para evitar que viera que conseguía hacer lo que no ha conseguido ninguna de edad avanzada, sentir tanto cariño como para hacerme llorar.

Cuantas veces he soñado, que las mujeres que he querido en diferentes épocas de mi vida me hubieran dicho eso, esa frase resume el “por fin me necesites” de Benedetti o el “ya nadie me escribe diciendo, no consigo olvidarte” de Sabina. Porque es un cariño nada trabajado, no artificial, natural, en un campamento eres tu más que nunca, solo tú, es un examen sin estudiar, se te evalúa por lo que eres y por como tratas todos los días. No son cenas románticas, ni invitaciones a cines, ni vacaciones románticas, ni nada parecido. El que te aprecia es porque le gusta cómo eres, pero tal y como eres, sin personajes, sin disfraces y sentirte querido por eso es algo que no se da todos los días.

Esa frase la llevaré conmigo siempre y esa frase es la que me ayudó a matizar la frase de Eduardo: nos habíamos ganado el cielo, pero que si el cielo no existiera, estábamos haciendo el gilipollas, nos hemos ganado el cielo, pero si el cielo no existiera, MERECERÍA LA PENA DE IGUAL MODO, me ha merecido la pena y mucho.

Si alguien me pregunta si ha merecido la pena este tiempo sabático, que ya toca a su fin, aunque podré argumentarle muchas más cosas, si recuerdo los 45 minutos de lágrimas de hace un año y la frase de deseé que volvieras, diré que aunque fuera sólo por eso, mereció la pena. Mis recuerdos más importantes, los imborrables, de los últimos 3 años previos a este tiempo son casi todos dolorosos, sin embargo los más importantes de este tiempo son felices, así que si, me ha merecido la pena.

Gracias a todos peques, yo también deseé volver a veros, no os imagináis cuanto amor me llevo…



2 comentarios:

Florencio dijo...

jejeje, el pirado comienza su ataque!

Los momentos pasan, los recuerdos quedan, pero lo mejor de todo es tener amigos con quien compartir esos recuerdos.

Unos dirán que nos hacemos viejos (ya empezamos a contar batallitas) y no les faltará razón, cuando te acuerdas de cosas que ocurrieron hace 20 años es que algo pasa.

Pero no deja de ser menos cierto que el cumplir años te trae ventajas añadidas a las de asimilar mejor el alcohol (al menos en mi caso), como la de reunirte con una panda de energúmenos y recordar lo que fuimos lo que pasó y lo que pasará, todavía nos quedan muchos caminos por recorrer.

Besucos!

Anónimo dijo...

Querido sobrino,estoy de acuerdo con Fernando, hazte viejo contando batallitas, sigue los pasos del abuelo Carmelo, si viviera iria por el Náutico presumiendo de nietos.El artículo a mi personalmente me ha gustado mucho, es muy tierno y muy real, besos Altabella